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Entre aplausos y pedradas: ¿Hasta dónde llega la libertad artística y la responsabilidad social?

Música y responsabilidad social

Hace unos días, durante la Feria del Caballo 2025 —uno de los eventos más grandes del centro del país, conocido por atraer a un público amplio, aunque con especial inclinación por los géneros regionales— el cantante Luis R Conriquez fue protagonista de una polémica que ha reabierto un debate incómodo pero necesario: la relación entre música, violencia, censura y responsabilidad social.

Todo comenzó cuando, en medio de su presentación, Conriquez decidió no interpretar narcocorridos, una decisión que, según trascendió, obedecía a una prohibición del municipio de Texcoco sobre ese tipo de contenidos en eventos públicos. La respuesta del público fue violenta. Literalmente. Abucheos, gritos, botellas lanzadas y un escenario destruido marcaron el cierre abrupto de su show.

Presentación de Luis R Conriquez con destrozos
El palenque quedo destrozado por el publico de Luis R Conriquez

Y es que aquí no solo hay una historia de censura o autocensura. Hay algo más profundo: una sociedad que consume mensajes que van desde lo violento hasta lo abiertamente criminal, y que en ocasiones no solo los acepta, sino los exige.

Cuando el arte incomoda: entre la denuncia, la ficción y la glorificación

Este hecho no es aislado, sino parte de una discusión más amplia sobre la música, la violencia, la censura y la responsabilidad social. Hace tan solo unas semanas, la banda de regional mexicano «Los Alegres del Barranco» fue fuertemente criticada por mostrar imágenes del narcotraficante “El Mencho” durante una presentación en vivo. La polémica fue inmediata. Desde redes sociales hasta medios nacionales, se les acusó de apología al crimen y de romantizar una realidad devastadora para miles de mexicanos.

Sin embargo, mientras estos hechos generan escándalo y llamados a la cancelación, otros géneros que también abordan temáticas extremadamente violentas parecen pasar sin tanto ruido.

Pensemos en el Black Metal, cuyas letras han tratado por años temas de anticristianismo, suicidio, autolesión o culto a la muerte. O en subgéneros como el Grindcore y su variante más extrema, el Pornogore, donde se exploran contenidos que cruzan el umbral de lo perturbador: necrofília, pedofilia, violaciones explícitas, desmembramiento y otras formas de violencia sexualizada.

Torsofuck con un torso femenino desmembrado falso durante sus presentaciones
Torsofuck con un torso femenino desmembrado falso durante sus presentaciones

Y sin embargo, aunque estos géneros han sido señalados en círculos muy específicos, rara vez enfrentan el mismo nivel de escrutinio público, cancelación mediática o censura legal. ¿Por qué?

Música, violencia y censura: ¿dónde comienza y termina la responsabilidad?

Este tipo de comparaciones obligan a una reflexión más profunda. No solo sobre la libertad de expresión artística, sino también sobre la responsabilidad que tiene un artista al decidir qué mensaje transmitir, y sobre la capacidad del público de interpretar —o malinterpretar— esos mensajes.

En el caso de Luis R Conriquez, su decisión de no cantar ciertos temas (por ley o por criterio personal) no fue reconocida como un acto de responsabilidad, sino castigada como una traición al espectáculo. El artista fue responsabilizado por no complacer un gusto que, paradójicamente, muchos de sus críticos tacharían de nocivo si lo vieran en otro contexto.

Mensaje de Conriquez tras los sucedido en la Feria del Caballo 2025
Mensaje de Conriquez tras los sucedido en la Feria del Caballo 2025

Pero no podemos simplificar esta conversación. Porque no es lo mismo crear una obra ficticia de horror con elementos grotescos que relatar, alabar o validar hechos reales de crimen, violencia o abuso. Y, aún así, esa diferencia no siempre está clara para el público… ni para los propios artistas.

¿Y la responsabilidad del público? El mensaje también se recibe

En este diálogo entre arte y sociedad, no todo recae en el artista. Hay una parte esencial —y a menudo olvidada— en esta ecuación: la responsabilidad del público.

Porque no basta con señalar lo que alguien canta o representa; también debemos preguntarnos cómo lo recibimos, cómo lo interpretamos y desde qué lugar lo criticamos o aplaudimos. ¿Estamos reaccionando desde una convicción ética, desde una ideología personal… o simplemente desde el gusto?

Cuando una canción habla de violencia o crimen, ¿la condenamos porque realmente nos preocupa el mensaje o porque el género musical no es de nuestro agrado? ¿Cuántas veces hemos ignorado una letra problemática porque el ritmo nos atrapó o porque “es solo ficción”? ¿Cuántas veces atacamos algo solo porque no pertenece al mundo cultural que consumimos?

Rob Halford en el juicio por mensajes subliminales en su música por parte de la comunidad cristiana

La reacción del público en el caso de Luis R Conriquez nos muestra un punto delicado: cuando el artista no entrega lo que queremos, la respuesta puede ser agresiva, no reflexiva. No se discutió el porqué de la censura ni si el artista tuvo razón en adaptarse a ella. Se reaccionó con violencia. Y ahí es donde se cruzan los hilos de la responsabilidad individual y colectiva.

Tal vez sea momento de preguntarnos no solo qué se canta o qué se representa en el escenario, sino también qué tan conscientes estamos de lo que exigimos, celebramos o atacamos. Porque los mensajes, al final, se completan cuando los escuchamos. Y la forma en que los interpretamos dice tanto de nosotros como del artista que los emite.

¿Responsabilidad o hipocresía colectiva frente al contenido violento en la música?

Hay quienes justifican su consumo musical con argumentos como «solo es arte», «me gusta la música, no el mensaje», o «yo sé separar». Y probablemente muchos pueden hacerlo. Pero, ¿Qué pasa cuando esa misma lógica no se aplica a otros géneros o estilos?

Presentación de God Seed en WOA con crucifixión y símbolos religiosos
Presentación de God Seed en WOA con crucifixión y símbolos religiosos

Recordemos un caso que se viralizó hace algunos años en México: una chica durante una marcha del 8M sostenía un cartel que decía “solo Dani Flow me puede morbosear”, refiriéndose al polémico cantante cuyas letras son altamente sexualizadas. El problema no fue solo el mensaje, sino la incongruencia: Dani Flow ha sido vinculado con Rix, influencer cancelado y encarcelado por una acusación de abuso sexual. ¿Por qué se perdona a unos y no a otros? ¿La moral cambia si nos gusta la base del beat?

"Solo Dani Flow me puede morbosear" se le durante la marcha del 8M
«Solo Dani Flow me puede morbosear» se le durante la marcha del 8M

Lo mismo ocurre en el underground. Hay quienes acuden a conciertos de grindcore donde se proyectan imágenes gore o donde el discurso se acerca peligrosamente a la misoginia o la fetichización de la violencia… y aún así, levantan la voz cuando un grupo de regional mexicano habla de lo mismo, pero desde una estética distinta. ¿Realmente el problema es el mensaje, o el código cultural con el que llega?

El caso se vuelve aún más complejo si analizamos cómo reaccionamos frente a bandas de Black Metal como Mayhem, cuyos integrantes no solo escribían sobre oscurantismo, suicidio y muerte… sino que lo vivieron. Dead, su vocalista, se suicidó en circunstancias macabras, y su cadáver fue fotografiado por su compañero Euronymous, quien más tarde fue asesinado por Varg Vikernes —otro ícono del género, convicto por ese crimen y por la quema de iglesias.

Y sin embargo, a pesar de estos hechos escalofriantes, en Latinoamérica y muchas otras partes del mundo, estos artistas son admirados, elevados al estatus de culto o incluso considerados “intelectuales de lo extremo”. Lo mismo ocurre con Emperor, cuyo baterista Bard Faust confesó haber asesinado a un hombre por ser homosexual, y con Gorgoroth, cuyos shows han incluido simbología satánica explícita y sangre real, y cuyo exvocalista Gaahl, siendo abiertamente homosexual, ha usado el discurso del Black Metal como forma de protesta y transgresión, más que como incitación directa.

Estas historias son reales, no metáforas. Y sin embargo, se les celebra, se les contextualiza, se les interpreta como parte de una tradición musical, mientras otros artistas —por cantar sobre hechos igual de reales pero en un lenguaje popular o regional— son crucificados de inmediato. ¿Por qué a algunos se les da permiso de incomodar, mientras a otros se les exige silencio?

La era digital no lo permite olvidar

Es importante señalar otro factor clave: la era de la viralización. Los Tigres del Norte también cantaron historias de narcos. Las películas de acción mexicanas de los 90 glorificaban a los capos como héroes. Pero no existía el mismo nivel de exposición, ni una red que amplificara, multiplicara y polarizara las reacciones como lo hacen hoy las redes sociales.

Eso no significa que antes estuviera bien. Significa que ahora se ve. Y al verse, incomoda. O se romantiza. O se cancela. Dependiendo de quién lo vea y desde dónde.

Libertad artística vs discurso peligroso: entre la censura y la responsabilidad

Hoy más que nunca, artistas y público deben hacerse responsables —cada uno desde su trinchera. El artista no está obligado a educar, pero tampoco puede ignorar el impacto de su obra. Y el público no puede pedir libertad total cuando le conviene, y censura absoluta cuando algo no le gusta.

Los mensajes —especialmente los que provienen de escenarios masivos— no son inocentes. Aunque se disfracen de ficción o tradición, pueden reforzar ideas, justificar violencias o normalizar situaciones graves. Pero también pueden ser una forma legítima de canalizar el dolor, el coraje o la identidad.

La pregunta no es si se deben prohibir los narcocorridos, el black metal, o cualquier género. La pregunta real es: ¿estamos dispuestos a ver, cuestionar y entender el trasfondo de lo que consumimos, o solo reaccionamos según nuestro sesgo personal?

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