Florencia es sinónimo de arte, arquitectura, renacimiento. Pero cada junio, en el corazón de la ciudad, se revive un rito que poco tiene de refinado: el Calcio Storico Fiorentino, un brutal deporte ancestral donde 27 hombres por equipo se enfrentan en una mezcla de rugby sin reglas, lucha callejera y orgullo barrial. A simple vista parece un espectáculo medieval traído al presente, pero detrás de los puñetazos hay más que sangre y show: hay historia, identidad y una incomodidad que incomoda por lo que revela de nosotros.

Entre arte y guerra: los orígenes de un juego imposible
El calcio florentino nace en el Renacimiento, aunque sus raíces pueden rastrearse hasta los juegos de pelota romanos. En 1530, durante el sitio imperial a Florencia, los ciudadanos jugaron un partido completo frente a sus enemigos como acto de resistencia simbólica. Desde entonces, el juego se convirtió en una expresión de orgullo, masculinidad y pertenencia.
Se jugaba entre aristócratas, y aunque desde el siglo XVII el interés decayó, quedó registrado como un emblema de identidad florentina. Un deporte que no era solo competencia física, sino también ritual cívico, espectáculo y reafirmación de poder territorial.

El revival fascista: de la historia al mito nacionalista
Como muchas tradiciones que parecían condenadas al olvido, el Calcio Fiorentino fue resucitado en 1930 bajo el régimen de Benito Mussolini, que buscaba exaltar símbolos nacionalistas y gestos viriles como parte de su proyecto ideológico. La historia del juego fue reinterpretada para convertirlo en un emblema de fortaleza italiana. Esa instrumentalización no fue casual: donde hay nostalgia de grandeza, suele haber también manipulación cultural.
El partido pasó de jugarse ocasionalmente en plazas a convertirse en torneo anual institucionalizado, con equipos que representan a los barrios históricos de la ciudad:
- Azzurri (Santa Croce)
- Rossi (Santa Maria Novella)
- Bianchi (Santo Spirito)
- Verdi (San Giovanni)

Desde entonces, tres partidos se juegan cada año en la Piazza Santa Croce, culminando el 24 de junio, día de San Giovanni, patrono de la ciudad. Aunque ya no se sueltan toros para alborotar el campo —sí, eso sucedió—, el juego sigue permitiendo puñetazos, patadas, estrangulamientos, y derribos cuerpo a cuerpo. Se ha prohibido, eso sí, atacar a un jugador entre varios o dar golpes en la cabeza. Un límite mínimo para un espectáculo donde lo brutal no es consecuencia: es esencia.
¿Deporte o performance ritual?
A estas alturas, llamarle “deporte” al Calcio Fiorentino puede ser un error conceptual. Lo que ocurre en Santa Croce no se entiende por estadísticas o estrategias, sino por símbolos: el desfile en trajes renacentistas, los tambores que marcan la marcha de los jugadores, las banderas ondeando con furia. Se trata de un teatro colectivo donde el objetivo no es solo ganar, sino representar al barrio, a la historia, a una forma de vivir la masculinidad sin filtros.

Es una ceremonia donde los cuerpos importan más que las palabras. Donde la agresión es permitida, celebrada y —paradójicamente— reglamentada. Un lugar donde la violencia se transforma en lenguaje cultural y donde cada puñetazo lleva una carga de orgullo, rabia, pertenencia e historia.
Entre la tradición y la incomodidad contemporánea
En las últimas décadas, la popularidad del Calcio ha crecido. La televisión lo filma, los turistas lo documentan, y los florentinos lo siguen defendiendo como un acto de identidad colectiva. Pero esa permanencia no ha estado exenta de críticas y tensiones.
Ha habido muertes en el campo, años donde se suspendieron partidos por violencia descontrolada o corrupción, y reformas necesarias: los jugadores deben haber nacido o vivido al menos diez años en Florencia, y no pueden tener antecedentes penales. Una medida que revela la tensión entre mantener una tradición brutalizada y adaptarla mínimamente a una sociedad que dice no tolerar la violencia.

Lo que deja el polvo
El Calcio Fiorentino es un espejo raro: uno que refleja tanto las raíces culturales de una ciudad como los rincones menos cómodos del ser humano. La necesidad de pertenecer. De demostrar fuerza. De convertir la violencia en algo socialmente aceptable si está bien coreografiada.
No es el deporte más brutal del mundo. Es uno de los más honestos con su brutalidad.